sábado, 28 de abril de 2012

No todo va a ser trabajar

Como ya dije en un post anterior, Ecuador causó en mi profundos y permanentes cambios.

Estos, en buena medida, han venido desde el lado profesional, pero otra buena parte provienen de la esfera de lo personal.

Trabajar en otro país tiene muchos alicientes. Para mi el primero, la posibilidad de conocer. Conocer en el sentido más amplio de la palabra. Conocer a nuevas personas, nuevas culturas, nuevos lugares, nuevos modos de actuar e, incluso, conocerse más y mejor a uno mismo.



Hoy aún me sorprendo cuando le ofrezco a alguno/a de mis colaboradores la posibilidad de pasar unos meses en otro país, ejecutando un proyecto y declinan mi oferta.

Sus justificaciones son diversas, pero puedo decir que en la práctica mayoría de los casos son meras disculpas que sólo esconden una visión muy limitada de su propia existencia.

Volviendo a mi estancia en Ecuador, creo que viene de ella el gusto que tengo por pasar cierto tiempo solo. Es cierto que se trata de una soledad buscada y a la que, en todo caso, puedo poner fin en el momento que más me interese, pero no deja de ser soledad.

Es verdad que la buscaba ya antes, durante la carrera en Santiago, cuando me quedaba solo en el piso el fin de semana y me pasaba buena parte de las horas paseando por el caso viejo u oyendo música en mi discman sentado en la Corticela.

Ecuador me sirvió para estar solo, pero también para compartir buenos momentos en los lugares más insospechados.



Recuerdo con especial cariño un viaje que hicimos desde Quito hasta Guayaquil en tren. Era uno de esos trenes que narraba Maruja Torres en Amor América, el que pasa por la nariz del diablo. Una sierra especialmente escarpada que el tren tiene que sortear en zigzag.

El viaje, de unos 400 km, duraba dos días, haciendo noche en Ambato. Podías escoger entre viajar dentro del vagón (parecido al del transporte de ganado), o en el techo del tren.

Como podías suponer, incluso antes de ver la foto, nosotros preferimos hacerlo en el techo.

Fue lo que hoy técnicamente se conoce como un "viaje experiencial". Verse allí arriba, compartiendo el viaje con nuevos amigos y amigas, ver pasar el revisor por el techo pidiendo los boletos, los vendedores de mazorcas de maíz que en las paradas nos ofrecían sus productos, el frío en la sabana... Un millar de estímulos que me hicieron apreciar y recordar, incluso hoy, casi cada paso.

Como ese viaje hubo muchos otros con el mismo carácter experiencial. Viajé a la Amazonía, descendiendo en canoa por el río Santiago (que lleva sus aguas al Amazonas), en el pacífico estuvimos en Manabí en el hotel Alandaluz, un exquisito ejemplo de ecoturismo; y en Esmeraldas en una cabañas al brote de la playa; en Perú, en Lima, en Cuzco o en Machu Picchu; e incluso tuve la suerte de poder visitar las islas Galápagos.

Como veis, no todo era trabajar. También teníamos tiempo para disfrutar.

Pero como casi todo lo bueno, esto también tuvo su final y este llegó un 14 de noviembre (día del cumpleaños de Chema).


Mi llegada a Santiago fue el 15 de noviembre de 1994. Allí, justo a la salida, me esperaban la familia y mis buenos amigos, aquellos que me habían visto marchar entre dudas.

Pero el Víctor que llegó, pese a que estaba dentro del mismo cuerpo, ya era una persona distinta. Dirían los adultos que volvía más maduro. Yo simplemente diría que volvía más vivido. Había aprendido muchas cosas buenas y traía la mochila cargada de recuerdos.



3 comentarios:

  1. Qué bien suena todo, la verdad, el viaje en tren y todo lo demás. Una suerte.

    Un abrazo de ultramar.

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  2. Y la gente preguntaba qué gran celebridad llegaría en ese avión, al ver el tremenod despliegue. A lo que la orgullosa madre contestó:
    - Mi hijo, le parecerá poco!!!

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    1. Teño o recorte do xornal onde falan da chegada duns emigrantes galegos e dun grupo que ía esperar a un rapaz que viña dunha longa estancia fora. :)

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