Aproveche mi estancia
en Ecuador para llevar acabo algo en lo que había pensado en innumerables
ocasiones, pero que por una u otra razón siempre había pospuesto.
Estuve, durante varios meses, colaborando
como voluntario en una ONG de ayuda a Chicos de la Calle.
El centro se llamaba Mi Caleta y era
un albergue en el que recogían niños de la calle de entre 3 a 12 años.
Iba dos tardes a la semana a ayudar
tanto en las actividades educativas como a preparar “la colación” (nombre por
el que conocían a la merienda).
Recuerdo que una de las cosas que más
me llamó la atención y que me llevó cierto tiempo asimilar, fue que los niños
tenían que trabajar.
Lo hacían por las mañanas, cantando en los autobuses,
vendiendo chicles y caramelos o limpiando zapatos.
En la pobreza también hay clases. El
nivel más bajo en el trabajo era el de cantor. Por este empezaban todos hasta
que lograban ahorrar el dinero necesario para poder comprar su primera partida
de chicles con la que iniciar su nueva actividad.
El llegar a limpiabotas era aún mas
complicado ya que tanto la caja como los tintes, cremas y cepillos tenían un
coste muy elevado para tan maltrechas economías infantiles.
Pese a lo que podamos pensar, llegar
a limpiabotas era el objetivo y el sueño de muchos de esos niños a los que la
pobreza le había robado la infancia.
El ahorro era obligatorio y
gestionado por el personal del albergue. Este tenía como objetivo crear hábitos
en los niños, pues de su capacidad, tanto para trabajar, como para ahorrar
dependían sus posibilidades futuras.
El centro, por supuesto, no se
quedaba con ninguna cantidad de las logradas por los niños, simplemente
controlaba sus ahorros, poniéndolos a disposición de los niños cuando estos los
requerían para alguna compra de las permitidas : ropa, calzado, nuevos
productos para la venta, etc.
La posibilidad de asistir a clases
era un premio para los niños que cumplían con las normas del centro, incluyendo estas el trabajar y llegar al albergue al medio día con dinero para ahorrar.
Incluso la colación era considerada
como un elemento de refuerzo positivo. Aquellos niños que no habían ido a
trabajar en la mañana, o que se habían gastado todo el dinero, ese día no
tenían derecho a la merienda.
La situación, vista desde la perspectiva
de un “niño bien” llegado de Galicia,
era realmente desoladora.
Pero había futuro. Aquellos niños que
encontraban su camino en el trabajo y la educación, pasaban, más adelante, a
una escuela de formación profesional en la que estudiaban un oficio
(carpintero, albañil, etc), lo que les abría la posibilidad de disfrutar de un
mundo completamente distinto al que conocían hasta aquel momento.
Recuerdo que Berta
(una de las asistentes sociales que atendían el albergue, de la que guardo un buen recuerdo y un libro que no le devolví al marcharme de Ecuador) decía orgullosa que
dos de los niños que habían estado en el albergue habían llegado a estudiar en
la universidad.
Sin duda, estos y otros niños que
desde el 94 hasta hoy han llegado a lograr un título universitario, han
recorrido un camino más largo y difícil que la humanidad llegando a la luna.
Guardo de aquella época, de mi trabajo como voluntario y de los niños un recuerdo realmente emotivo. Es difícil entender un mundo tan injusto que arrebata a miles y miles de niños su infancia y su futuro.
Quizás el haber estado en este albergue fue el detonante para pensar en la posibilidad de adoptar un niño.
Impresionante.
ResponderEliminar...estos y otros niños que desde el 94 hasta hoy han llegado a lograr un título universitario, han recorrido un camino más largo y difícil que la humanidad llegando a la luna.
Pues sí. Es emocionante.
Para aquellos para los que no hay más referencias futuras que la hora en las que podrán recibir su próxima comida, lo de llegar a estudiar en la universidad es una verdadera historia de ciencia ficción. Pero como en las películas con final feliz, hay algunos que lo logran.
ResponderEliminarMe ha emocionado la historia de los niños. Gracias por compartirla
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