viernes, 30 de marzo de 2012

Un problema de Productividad o de Costes

Hay veces que sorprende escuchar tanto a políticos, como a supuestos expertos que andan esparciendo sus conocimientos en los distintos medios de comunicación.

A qué me refiero.

Hace ya tiempo que creo que el debate en el que estamos metidos adolece de una clara falta de perspectiva. Esto se debe a que, desde las distintas administraciones, han empezado a aplicar medidas atacando los efectos y no las causas de la situación que estamos viviendo.

A mi entender, en última instancia debemos llevar el debate hacia una pregunta clave:

¿Tiene la economía y las empresas españolas un problema de productividad o uno de costes?

Puede parecer que una y otra cosa son lo mismo, pero debo indicar claramente que no.

Sirva lo siguiente para ejemplificar una y otra situación.

Supongamos una empresa que para realizar un determinado trabajo precisa de un número superior de trabajadores y otros recursos del que precisan otras empresas similares. Estaríamos hablando de un problema de PRODUCTIVIDAD, pues la relación outputs/inputs directamente relacionados con la producción de ese bien o servicio es claramente inferior a la de sus competidores.

Ahora supongamos una empresa que para realizar un determinado trabajo precisa un número igual o inferior de trabajadores y otros recursos que sus competidores, pero que al mismo tiempo tiene un determinado volumen de recursos infra-utilizados debido a la imposibilidad de colocar más productos en el mercado. Por decirlo con otras palabras, dispone de recursos ociosos. Esta empresa tiene un problema de COSTE, ya que su estructura material y humana es mayor a la necesaria. En este caso la relación outputs/inputs vinculada a la producción es igual o superior a la de la competencia, no así su partida de Pérdidas y Ganancias que puede estar mostrando resultados negativos.

Con este marco, podemos afirmar que las estrategias para solucionar uno y otro problema son bien diferentes.

Para resolver un problema de productividad debemos desarrollar actividades de formación e innovación, pues es mediante ellas como la empresa puede aumentar sus outputs para un determinado nivel de input. De este modo, en mercados no saturados esta empresa aumentaría su facturación y rentabilidad.

Ante esta situación, si como sucede en la actualidad, esta empresa decide reducir sus inputs (dicho claramente, despedir trabajadores para ajustar la relación OUT/IN), lo único que lograría es una reducción en los OUTPUTS (menos productos para vender, menos ingresos y mantenimiento de los problemas de productividad).

La reducción de personal y las medidas tendentes a facilitar la reducción de personal en empresas con problemas de productividad no nos llevan a ninguna parte, al contrario, abocan a la empresa al cierre.

Sirva de ejemplo un restaurante donde debido a la falta de productividad de los camareros, precisamos de tres de ellos para atender una mesa de 20 personas. Gracias al abaratamiento del despido, el propietario decide despedir a uno de ellos ya que en la actualidad tiene dificultad para pagar todos los salarios. el resultado será que la siguiente vez que tengamos esa mesa de 20 comensales en el restaurante, el servicio será pésimo ya que los dos camareros improductivos correrán por el salón como gallina ciega, pero los platos se entregarán fríos y en muchos casos equivocados.

Podemos suponer que esta mesa de 20 personas elegirá otro restaurante en la siguiente ocasión que queden para comer, lo que inevitablemente llevará a nuestro empresario al cierre.

Una situación completamente distinta es la de la empresa que tiene problemas con sus costes. En este caso, ante la imposibilidad de incrementar las ventas o ante la caída de esta por una situación de crisis, la única solución pasa por ajustar la utilización de recursos a los estrictamente necesarios, por lo que el despido, en esta ocasión, podría estar justificado y sería una medida adecuada.

lunes, 19 de marzo de 2012

Fifteen days living in southwest Ireland


Llegué a Cork en la tarde de un 14 de enero, con las calles con restos de nieve y la decoración navideña aún sin recoger.

Mi primer destino fue un Youth Hostel, donde estaría alojado hasta que encontrase una habitación en un piso a compartir, lo que sucedió a los tres días de mi llegada.



Para encontrar el piso conté con la ayuda de persona que esperaba que fuese mi “puente” en Irlanda. Era la exnovia de un amigo de Santiago. Una chica irlandesa que había pasado el curso anterior en Santiago de Compostela con una beca de ERASMUS.

Me ayudó a instalarme en una casa de alquiler y desapareció, 4 meses lejos de Galicia le habían hecho olvidar nuestra relación pasada. Supongo que parte de la culpa la tiene el que en Irlanda tenia pareja y que esta era anterior a su estancia en Santiago, por lo que entiendo que pretendía separarme lo más posible para evitar los posibles riesgos asociados a mi presencia en Cork y que llegase a su novio irlandés información sobre sus andanzas santiaguesas.

Y allí estaba yo, en Cork, solo, con un frío de los de verdad, echando de menos a mi novia y sin necesidad de trabajar, ya que disponía de dinero para vivir 6 meses.

La casa, típica de barrio de trabajadores, la habitación y la ciudad se me echaban encima. Caminaba por las calles solo, la mitad del tiempo llorando y la otra pensando: ¿qué se te ha perdido a ti aquí?.



El primer fin de semana fue terrible. Debido a la ansiedad que tenía, me despertaba temprano, por lo que el día, ya de por si largo, se hacía interminable. 

El viernes por la tarde llamé a mi supuesta amiga, pero ni caso, por lo que ya podía suponer lo que iba a suceder durante el fin de semana. Una terrible soledad, de la que hoy, sorprendentemente, disfruto en mis estancias fuera de España, pero para la que no estaba preparado con 23 años, donde el éxito en las relaciones sociales consistía en estar rodeado de gente la mayor parte del día y acompañado por alguna persona por noche.

Desde el viernes vagué por las calles con el único objetivo de gastar ese tiempo que me pesaba como una losa. Sentía como si cada minuto fuese realmente una hora. El segundero del reloj parecía el minutero, éste la aguja de las horas y esta última días en un calendario.

Entraba en Pubs pensando que el tomar una Guinness y escuchar música irlandesa me ayudaría a encontrar mi lugar el Irlanda. Pero la realidad es que nada me hacía sentir mejor. No paraba de pensar que me quedaban seis meses por delante en los que las cosas no pintaban bien.



Qué injusto es el tiempo, cuando lo estamos pasando bien, los minutos parecen segundos, pero cuando la cosa va mal, parecen horas.

Debido a mi intención inicial de permanecer en Irlanda por seis meses, tuve que controlar los gastos ya que no pretendía trabajar, ¡Vaya error!, por lo que me apunté a un curso de inglés más bien barato en el que sólo tenía clase tres días a la semana.

El resultado de ambas decisiones, menos relaciones y más tiempo libre para aburrirme y añorar lo que había dejado en Galicia.

Lo sucedido en Irlanda creo sinceramente que fue  mi primer gran fracaso. Hasta ese momento me creía capaz de lograr lo que quisiese, pero esa situación me hizo entender que no todo dependía de mi y que yo, más de lo que creía, dependía de otros.

No era capaz de quitar de mi cabeza un verso de un poema de Benedetti que dice: 

"Uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere"

Y yo no quería estar allí, en Cork, solo en el mes de enero del año 1993.

Y me volví. Después de hablar con mis padres y que ellos me apoyasen diciéndome que no pasaba nada malo por volverse, que ese podía no ser el momento y que ya aprendería inglés más adelante. ¡Vaya mentira!, hoy, casi 20 años después, sigo sin hablar inglés.

Pero en el momento sus palabras sirvieron para lo que tenía que servir, me volví. Menos seguro de mi mismo, dudando de mis capacidades, pero había logrado dejar de llorar.

Y el fracaso, ¿qué es el fracaso?. Mi fallida experiencia irlandesa me dejó un poso que me permite hoy valorar de un mejor modo los logros y entenderme a mi mismo como parte de un todo más amplio.

Quizás fuese necesario llorar quince días para entenderlo.

domingo, 18 de marzo de 2012

First day in Ireland


Todo había empezado al finalizar quinto de carrera, momento en el que mi abuela, esa que durante toda mi vida estuvo compensando me por haber llorado el día de mi nacimiento (prefería que hubiese sido niña), me dijo que me daría el dinero para ir a estudiar inglés a Irlanda durante 6 meses.

De todos es sabido, y ya lo era de aquella, que el conocimiento del inglés es un factor clave para el éxito profesional. Debido a ello, la propuesta de mi abuela marcaba con claridad el puto de partida en mi camino del éxito.

Por aquel entonces, la que era mi pareja, la misma por la que un año más tarde cruzaría el Atlántico para olvidarla, estaba estudiando un MBA en Vigo. Esto me permitió disfrutar de esa ciudad los meses que pasaron desde la finalización de mis estudios hasta que dispuse del dinero para marcharme. Fueron unos buenos meses en los que cada dos por tres estaba en la ciudad olívica haciendo de amo de casa y disfrutando de no hacer nada.

Tanto fue así que ni se me pasó por la cabeza pasar las largas horas en las que estaba solo, estudiando inglés. Cosa que sin duda habría ayudado a mi llegada a Irlanda.

Mi nivel de inglés, por aquel tiempo, era más o menos como el de hoy: Prácticamente NULO.

Pasé las navidades de ese año preparando mi viaje a Irlanda, comprando ropa de abrigo y haciendo una mochila grande, grande en la que debería incluir mi gaita gallega. Esta debería convertirse en mi llave para abrir las puertas de las relaciones “musicales” en Irlanda.


Nuestro viaje a Irlanda, hacía poco menos de un año, nos había dejado la imagen de un país amigable y, sin duda, volcado en la música y los músicos. Esto me hizo pensar que mi gaita gallega sería realmente un talismán. Ya lo había sido en nuestro viaje anterior donde había supuesto unas Guinness gratis en un pub por tocar una “piezas” y algo de dinero por tocar en la calle en Dublín. Llevando mi gaita, nada podía salir mal.

Y así salí del aeropuerto de Santiago de Compostela, con una tristeza profunda por abandonar a mi pareja y a los míos, pero con la firme convicción de que en pocos días dispondría de un importante número de amigos músicos y que en breve mi nivel de inglés me pondría en el camino adecuado.

Pese a lo cerca que está Dublín de Santiago, e viaje tuvo que llevarme primero a Barcelona (cosas que tiene este país), dos horas en una escala que lejos de tranquilizarme y ayudarme a preparar mi inminente aterrizaje en Irlanda, me causaron un gran desasosiego y me colocaron en una posición nada constructiva.

Antes de despegar, agradecí este extraño trayecto pues se trataba de mi primer viaje en avión y mejor cuantas más veces despegase y aterrizase.

Así pues el segundo aterrizaje de mi vida segundo fue en Dublín un día frío, lluvioso y gris, como no podía ser de otra forma, o qué esperaba yo.Quizás si el día hubiese sido primaveral, soleado y caluroso, las cosas hubiesen sido distintas, pero eso ya nunca lo sabremos.

Había decidido no quedarme en Dublín pues conocía en Cork a una persona que  esperaba fuese mi apoyo en Irlanda. Así que una vez en el aeropuerto tenía que superar mi primera prueba. Lograr tomar un taxi que me llevase hasta la estación desde la que tomaría en tren hacia Cork.



Esta primera prueba fue superada sin demasiadas complicaciones, una vez recogida mi mochila en ala banda de equipajes. Debo agradecer a las empresas especializadas en señalar los aeropuertos pues hacen un excelente trabajo. Esto me permitió llegar hasta el taxi sin haber cruzado ni una palabra con ningún nativo a los que entendía poco más que a la tribu más recóndita de la Amazonía.

Una vez en el taxi, la cosa fue relativamente sencilla. Tenía que decir simplemente: "Train station, please", a lo que el taxista respondió con un simple"Ok".

Es cierto que el pueblo irlandés es amable y hablador, lo que les lleva a entablar una conversación en los más extraños lugares como en un urinario, por ejemplo. Debido a ello, y como era de esperar, el taxista intentó iniciar una conversación ya antes de haber abandonado el recinto del aeropuerto. De las pocas palabra que entendí, pude decir que me estaba preguntando por el motivo de mi viaje, a lo que respondí que iba a Cork a estudiar inglés y aproveché para indicarle que mi nivel de inglés era muy bajo, con lo que esperaba que cortase la conversación. Y así fue, permaneció callado hasta que llegamos a la estación de trenes de Dublín desde la que tomaría el tren hacia Cork. Hoy aún no se si el silencio del taxista se debió a que entendió mis palabras sobre el bajo nivel de inglés que tenía o a que había respondido algo completamente distinto a lo que me estaba preguntando, con lo que quedaba acreditado, de todas formas, mi bajo nivel de inglés. En todo caso, el resultado fue el esperado, un viaje por Dublín sin conversaciones que, por el esfuerzo, te hiciesen doler la cabeza.

Una vez en la estación encontré, con facilidad, el mostrador de venta de tickets. Allí empezaron mis problemas. Pensaba que sería como con el taxista, una frase sencilla y un simple "Ok" por parte del vendedor. Pero ante mi: " A ticket to Cork, please", el vendedor dijo algo que, por la expresión de mi cara, repitió en tres o cuatro ocasiones, hasta que con sus manos, recorriendo con el dedo índice el mostrador de interior a exterior dijo: "single", para inmediatamente después, de nuevo recorriendo el mostrador de interior a exterior para volver de nuevo al interior, decir: "or return". Momento en el que comprendí que se refería a ida o ida y vuelta. Entonces, debido a que esperaba pasar en Cork 6 meses, le dije "single" con la pertinente alegría del vendedor y de las personas que estaban en la cola que se fue formando debido a mis dificultades comunicativas.

Ya no hubo más preguntas, me asignó un asiento en ventanilla. Supongo que temía que pudiésemos tardar otros cinco minutos en explicarme lo que me estaba preguntando, por lo que optó por darme ventanilla, que siendo extranjero, seguro que agradecía la posibilidad de disfrutar de la verde campiña irlandesa.

CONTINUARÁ...

miércoles, 14 de marzo de 2012

Para Quito me voy, me voy, me voy...


Debo señalar que lo de irme a Ecuador con una beca de formación en comercio exterior tuvo dos causas fundamentales.

La primera tiene que ver con la  oportunidad y el trabajo hecho con anterioridad. Algunos dirán que fue suerte pero la verdad es que durante la carrera había asistido a algunos cursos y seminario sobre Comercio Exterior. Esto, unido a que sólo nos habíamos presentado ocho personas para tres plazas,  me colocó en una buena posición para ganar la beca de Ecuador.

La segunda de las causas  hay que situarla en la esfera de lo personal. Esta, en todo caso,  puede ser considerada como el detonante y no es otra que el típico y tópico desamor.

Espero que no suene cursi, pero la verdad es que estaba yo pasando un tiempo algo confuso debido a que mi relación con la que había sido mi pareja estaba atormentándome.

En tal momento surge la oportunidad de poner tierra por medio, o mejor dicho, un océano y vi en ello una oportunidad para poner orden y normalizar la confusa vida que estaba llevando.

Hacía no mucho tiempo había leído un libro que hizo que mis ganas de viajar al otro lado del Atlántico aumentases de un modo importante. El libro se llamaba “Amor América” de Maruja Torres. En él narra Maruja Torres un viajes desde Chile austral hasta Estados Unidos tomando todos los trenes que aún quedaban en funcionamiento en ese momento.


Es un recorrido impresionante por los paisajes y las gentes de una América a la que siempre me había sentido unido.

Así que, decidí regalárselo a mi “ex” como inicio de mi nueva vida y escribiendo en él una dedicatoria que esperaba que fuese el presagio de lo que iba a suceder en el futuro:

Cuando el mar sea el que marque la frontera de lo abarcable (…)
dispuesto estaré para que marches.

Y a los pocos días estaba yo en el aeropuerto con ganas de empezar algo nuevo y con cierto nivel de miedo a lo desconocido ya que una cosa es haber escuchado durante años canciones de Silvio Rodríguez y leído a autores latinoamericanos y otra bien distinta es ir a vivir a un país del que conocía poco más que el nombre de su capital, Quito.



Antes de mi marcha tuve que lidiar con la típica y tópica actitud de los amigos que en vez de aportar un apoyo y respaldo a tu decisión, cuestionan tus actos.

-      - ¿A Ecuador, dices? – Comentaba Pep tomándonos unas cervezas en As Crechas.
-      - Si – Respondí yo.
-       -¿Y qué se te pierde en Ecuador? – Continuaba Pep atacando.
-       -Pues voy a hacer estudios de mercado.
-      - ¿Estudios de mercado?, ¿en Ecuador? – decía Pep, como si los estudios de mercado fuesen patrimonio de los países más avanzados

En su descargo debo decir que con cierta base dudaban de mi ya que un año antes, en un viaje que pretendía tener una duración no inferior a seis meses y en el que pretendía aprender inglés, me regresé de Irlanda, no pasados ni 15 días.

Pero de este tema hablaremos en el siguiente post.

lunes, 5 de marzo de 2012

A vueltas con la productividad y los tomates

Mis comienzos en la empresa de invernaderos fueron algo complicados debido, de una parte, al total desconocimiento que tenía sobre la agricultura y, por otra, a ciertas limitaciones derivadas de la dificultad que tengo para distinguir ciertos colores (verde y rojo en determinadas situaciones, por ejemplo).

Para que podáis analizar la importancia de esta limitación, sirva como ejemplo mi problema con los tomates.  Dicha hortaliza se recoge en el momento donde en la parte baja se empieza a formar una cruz roja. Esto, que para casi todos los mortales no supondría ningún problema, para mi se convertía en un verdadero quebradero de cabeza.

La identificación de esta “supuesta” cruz roja me resultaba más difícil que el peor de los ejercicios que tuviésemos que resolver en econometría. En un semáforo es bien sencillo distinguir el verde del rojo, pero en un tomate la cosa cambia.



Los primero días, siguiendo un criterio claramente conservador, recogía un número mucho menor de tomates que mis compañeras de tarea, pero, pasada esa fase inicial de familiarización con la actividad, me decidí a recolectar un número mucho mayor apara que nadie pudiese decir nada de mi productividad. Para ello me guiaba más por mi instinto que por mi ojos, dado que estos claramente fallaban.

El resultado, en las cajas de tomates recogidas por mi, la práctica totalidad estaban aún sin iniciar la maduración, por lo que el propietario de la explotación decidió trasladarme a la recolección de judías y pimientos que se hace atendiendo a un criterio de tamaño, atributo que sí que podía distinguir sin demasiadas dificultades.

Durante mi estancia en los invernaderos se me fueron ocurriendo un sin fin de medidas que podrían ser implantadas para mejorar las condiciones laborales de los trabajadores, logrando, al mismo tiempo, mejoras sustanciales en la rentabilidad del negocio.

Pero, de nuevo, el tiempo, o el paso de este, me hizo ver con posterioridad que estas mejoras no eran ni importantes ni prioritarias dado que el coste de la mano de obra era tan bajo que resultaba más sencillo incrementar la producción por aumento de mano de obra que por incremento de la productividad de la existente. Por otra parte, cualquier mejora que requiriese inversión era a todas luces irrealizable debido a la situación crítica en la que se encontraba la empresa.

En aquel momento aprendí algo que más adelante debería haber utilizado, pero no lo hice. La mejora en la gestión viene de la mano de un incremento de la productividad de la organización no del volumen general de output que ésta obtiene.

En caso de estar ante una organización con una elevada productividad y rentabilidad, el incremento en el volumen de producción total supondrá un incremento en los beneficios, pero si estamos ante una organización con bajos o negativos niveles de rentabilidad y baja productividad, el incremento de la facturación llevará aparejado un agravamiento de las situación.

La productividad se mide como un cociente entre Outputs (productos obtenidos) dividido entre Inputs (recursos utilizados), así pues, si pretendemos incrementar la productividad podemos actuar sobre los inputs, reduciéndolos, o logrando mayor cantidad de output por cada unidad de input.

Aún hoy no acabo de entender cómo sabiendo esto, en mis actividades he intentado casi siempre aumentar la productividad mediante un incremento de los outputs totales, lo que llevaba aparejado un incremento de los input, puesto que no implantábamos medidas o tecnologías que favoreciesen el aumento de la productividad individual. 

Como podéis suponer, en todos los casos, esta estrategia nos ha llevado a una escalada de crecimiento sin fin y al aumento de tamaño del problema, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo (mayores pérdidas y problemas más complejos).

Pese a todo ello, de mi estancia en los invernadero he extraído un buen número de conocimientos, incluida mi capacidad de plantar distintos tipos de hortaliza, lo que en caso de una crisis económica y tecnológica total, garantiza la alimentación de mi familia, aunque fuese con tomates verdes (cuestión que como entenderéis me tenía, por aquel entonces, muy preocupado).

En fin, una idea de negocio menos, un viaje a Irlanda, una bicicleta que tuve que comprar para ir a a trabajar, y muchas experiencias más.

viernes, 2 de marzo de 2012

El valor del dinero


Las 80.000 pesetas (480 €) que gané con mi trabajo en los invernaderos durante todo el verano, las invertí en un viaje a Escocia, Irlanda, Bélgica y Francia. ¡qué poco tardamos en gastarnos algo que nos cuesta tanto conseguir!, pero ¡cómo disfruté gastándolos!.

En esa época se daba una situación peculiar, en lo que hace referencia a la dificultad para obtener dinero. En innumerables ocasiones hemos escuchado aquello de: “si supieses lo que cuesta ganarlo, no lo gastaría así”, pero la verdad es que a esas altura ya tenía claro lo que costaba ganarlo, pero también tuve presente las diferencias entre trabajos.

Mientra que para ganar 20.000 pesetas (120 €) necesitaba medio mes trabajando en invernaderos, sólo necesitaba una o dos mañanas tocando la gaita en la Plaza del Obradoiro de Santiago de Compostela (segunda actividad a la que me venía dedicando desde hacía unos meses).

Había empezado a tocar el la calle sacándole partido económico a una de mis habilidades, pues tocaba la gaita desde que tenía 10 años. Al principio trabajaba por objetivos: comprarse un disco, asistir a algún concierto, etc. Una vez obtenido el dinero necesario cesaba en mi actividad, hasta que aparecía en el horizonte una nueva necesidad que satisfacer. Acababa de inventar el TPO (Trabajo por objetivos).

Lo de ser músico de calle me hacía sentir mucho más cerca del mercado.  Mirando a los “clientes” (turistas que pasaban frente a mí) intentaba identificar sus necesidades, y en la medida que lo lograba, y con ello satisfacerlas (foto con el gaiteiro, muiñeira para bailar y grabar en vídeo, etc), se veía recompensado mi esfuerzo con un suculento donativo (billetes en un buen número de ocasiones).

Recuerdo, en particular un día en el que estaba tocando en el arco que da paso de la Plaza del Obradoiro a la de la Azabachería.

Desde el balcón del Hostal de los Reyes Católicos se asomó una pareja que estaba alojada en la habitación más próxima al lugar en donde yo estaba tocando desde antes de las 10 de la mañana.



Al verla salir al balcón con sus albornoces temí lo peor. Supuse que los había despertado y que en breve una amable pareja de policías locales acudirían a mi encuentro para invitarme a concluir mi concierto mañanero, pero, cuál fue mi sorpresa cuando media hora más tarde, la pareja del balcón, ataviada ya con ropas más adecuadas para el paseo, se acerca y, en una pausa entre canciones, me agradecen sinceramente que lo hubiera despertado con el sonido de la gaita.

Eran hijos de emigrantes gallegos en Argentina y, por lo que me indicaron, recordarían siempre su estancia en el Hostal y el despertarse con el sonido de una gaita en esa Galicia de la que tanto había oído hablar. El resultado, 2000 pesetas (12 €) de donativo y una foto que hoy estará en algún álbum en Buenos Aires.

En cambio, trabajando en los invernaderos, la situación era muy distinta. Mis esfuerzos no se veían recompensados, ni en una mayor paga ni en el reconocimiento por parte de los clientes, que dicho sea de paso, ni conocía ni tenía acceso a ellos.

En ese momento me di cuenta de la importancia que tiene para un trabajador  (al menos para mi) conocer qué es lo que aporta al proceso productivo y ver, por otra parte, recompensados los esfuerzos.