martes, 21 de febrero de 2012

Desgraciadamente lo bueno suele acabarse.


Del último año de carrera guardo recuerdos encontrados. Por una parte fue para mi el mejor año en la Universidad. Tanto mi actividad académica como la extra-académica llegó a su punto álgido.

Mis actividades paralelas para la obtención de recursos económicos (impartición de clases particulares y música en la calle) funcionaban adecuadamente, por lo que las posibilidades de diversión aumentaron sustancialmente.

Como buena parte de mi vida, este año también tiene su propia banda sonora. En este caso es el Alalá das Mariñas que tantas y tantas veces toqué en el Arco del Obradoiro y que me hacía sentir en paz.



Con relación a mi vida, había logrado una cierta estabilidad emocional. Tenía una compañera, que pese a lo mucho que nos separaba, tenía aún más cosas que nos unían y con ella llegué a tener mis primero planes para el futuro, entendiendo por tales aquellos que superaban las dos semanas siguientes.

Disfrutaba en las clases, me gustaban las materias, aunque en innumerables ocasiones mi interpretación de lo expuesto por los profesores estaba en las antípodas de lo que ellos mayoritariamente propugnaban.
Ya casi desde segundo empecé a construir un modelo paralelo, entendiendo que las empresas podían seguir modelo distintos a los expuestos.

Durante cierto tiempo orienté mi interpretación disonante hacia la defensa de la empresa pública, pero el tiempo y la lectura de algunos autores, evidentemente tendenciosos, me hizo abandonar esa visión reduccionista.

El problema no estaba en quien o quienes eran los propietarios de una determinada empresa. El problema, para mi, está en entender las relaciones empresariales, a cualquier nivel, como una guerra donde la empresa es el campo de batalla. Yo gano ergo tu pierdes.

El yo puede ser el trabajador o el empresario, el cliente o el proveedor, hacienda o el contribuyente o todos al mismo tiempo.

Cada uno hace su propia construcción de la realidad, situando al otro como enemigo. Esto hace poco viable poder llegar a ningún acuerdo, salvo los referidos a los necesarios períodos de tregua para que cada cual recoja a sus "muertos".

Esta situación nos lleva a la supremacía del yo frente al nosotros.  A sacrificar el bien común por el bien de un determinado colectivo.

Así encontramos empresarios que explotan laboralmente a sus trabajadores apropiándose de sus ilusiones y su futuro y a trabajadores, que con su actitud en el trabajo, encaminan irremediablemente hacia la quiebra a sus empresas.

Desde aquellos años he asumido como una de las pocas verdades que guían mi vida que ni el trabajador el bueno simplemente por el hecho de ser trabajador, ni el empresario es un “cabrón explotador” por el simple hecho de ser empresario.

Porcentualmente hay tantos malos empresarios como malos trabajadores, por lo tanto, operando en estas claves, la partida acabará siempre en tablas.

Con estas bases entendí que la solución estaba en la educación. Teníamos que  presentar a los estudiantes un modelo mucho más colaborativo de la empresa o mejor dicho, de la economía y del desarrollo. Pero esto podía esperar.

Tenía un plan más cercano que me agradaba más que ponerme a preparar oposiciones para ser profesor. Iba a aprender a hablar inglés en Irlanda, ese país en el que tan bien lo habíamos pasado tres amigo y yo en un viaje en el verano de cuarto de carrera.

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