Otro episodio significativo que ayudó a fijar en el
imaginario familiar mi personalidad emprendedora ocurrió durante el quinto
curso de la EGB.
Estudiaba yo por aquella época en las aulas que un colegio
cercado a nuestra casa tenía en el muelle de Ferrol. El resto de mis hermanos
asistían a clases en ese mismo colegio pero en las instalaciones principales
en el barrio de Canido, siendo yo el único que se tenía que desplazar a otro barrio de la ciudad para
asistir a clase.
Esta situación, que en principio puede pareceros
desventajosa para mi, fue, a mi entender, uno de los elementos que modeló mi
carácter.
Las aulas a las que asistía yo se encontraban a 15 minutos
andando de mi casa. Esto suponía, 15 minutos de ida, otros 15 de vuelta por las
mañanas y otro tanto por las tardes. En total 60 minutos de soledad infantil
que, como podéis suponer, dan lugar a un sin fin de travesuras y reflexiones
alguna de las cuales, o más bien de sus resultados, vengo a contaros ahora.
Estábamos en el mes de abril, momento donde cada año se
prepara con ahínco la celebración del “Día das letras galegas” que cada año se
celebra el 17 de mayo. En esta
señalada fecha se aprovecha para fomentar la lectura en gallego mediante la
instalación de casetas de venta de libros en gallego y la representación de
obras de teatro o lectura de textos del autor homenajeado.
En aquella ocasión el tutor de mi curso nos había propuesto
la posibilidad de vender manualidades que podríamos hacer en la clase de
plástica. Para ello nos propuso que hiciésemos ceniceros con arcilla (quién iba
a decir de aquella que hoy por lo mismo casi podría haber acabado preso), pues
en los ochenta prácticamente todos los padres y madres fumaban.
Así que, atendiendo a su propuesta, nos pusimos a fabricar
ceniceros. He aquí que la arcilla se comercializa en paquetes de 1 kilo,
mientras que nuestras necesidades a nivel individual eran de medio kilo.
Así pues, cada uno de nosotros tenía un exceso de materia prima de medio
kilo. Yo, que por aquel entonces ya era capaz de identificar una oportunidad de
negocio, le propuse a un compañero que no comprase la arcilla, que le podía
vender el medio kilo que me sobraba. Como es normal aceptó ya que suponía, para
sus padres, un ahorro del 50 %.
Para mi el negocio era redondo. Mis padres pagaban el kilo
entero y yo recuperaba, por venta de “desperdicios” un 50 %, que por supuesto
no iba a reembolsar a los compradores originales, sino que quedaría para cubrir
mis gastos. Mi razonamiento seguía una lógica aplastante, si la idea era mía y
mis padres ya habían asumido como gasto el total de la compra, los posibles
beneficios obtenidos con la venta de ese residuo debería repercutir
directamente en mi.
Y así fue, cobré la venta y me la gasté antes, incluso de
llegar a casa. Esta situación, vista con la perspectiva que hoy tenemos de los
acontecimientos, ya deja entrever uno de mis principales problemas, mi fuerte
orientación hacia el Carpe Diem (vivir el momento).
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