jueves, 9 de febrero de 2012

Los comienzos


Para encontrar los orígenes la historia que os voy a contar hay que trasladarse a la segunda mitad de los 70.

Por aquella época yo tenía entre  siete y once años y, en esos años que según los pedagogos marcan en buena medida el carácter que más adelante desarrollaremos, ya se podían ver alguna de las claves que definen mi desarrollo personal y profesional.

Se recuerda, en el imaginario familiar, aquella vez que, estando la familia de viaje de vacaciones cruzando España de sur a norte y después de un buen número de horas en el SEAT 131 de mis padres paramos para hacer un pequeño descanso y los consabidos viajes al WC.



Pasado el momento de las súplicas en las que les pedíamos a nuestros progenitores que nos pagasen amablemente unas fantas, y a la vista de la nula efectividad de nuestras plegarias decidí ofrecerme yo a pagar las consumiciones  de mis dos hermanos mayores.

Lo que para ellos suponía un elevado acto de altruismo por mi parte, para mi era sólo una inversión de corto plazo por la que pretendía satisfacer una necesidad perentoria y, al mismo tiempo, lograr cierta rentabilidad.

Muchos años más adelante, cursando 4 de carrera, pude comprender el concepto que guió mi comportamiento de aquel momento, que no por desconocido dejaba de operar. Se trataba del conocido como pay-back o en la lengua de estas tierras, el plazo de recuperación de la inversión.

Mi propuesta de pagar las fantas era para mi un mero acto de inversión que esperaba tuviese como pay-back un plazo inferior a los dos días, momento en el que llegaríamos a casa y mis hermanos podrían devolverme las cantidades invertidas.

Mis previsiones se cumplieron, pero resultó necesaria la intervención de un organismo mediador, “mamá”, quien, con el objetivo de evitar males mayores dictaminó que mis hermanos deberían devolverme el dinero que yo había adelantado, pues no era cosa de que el pequeño pagase las fantas de los mayores.
La verdad es que la rentabilidad de la operación resultó excelente ya que, con unas pequeñas artimañas, de las que el arte de la venta no está exento, logré trasladar a mis hermanos el coste de mi “Fanta”. Todo un logro para un niño de 7 años que se iba ganando el apodo de “negociante”.

Debo decir en este punto que bajo el concepto de “negociante” se recogen, en el caso del lenguaje familiar, un buen conjunto de atributos, algunos de marcado carácter positivo pero otros bastante alejados de lo que podríamos considerar ético o adecuando.

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