domingo, 19 de febrero de 2012

Entre Hermann Hesse y Mozart


Parte de la culpa de lo que sucedió en mi primer curso en la universidad la tuvo el lugar donde residía y el número de compañeros con los que habitaba.

Vivía por aquella en un piso de cuatro habitaciones situado en la sexta planta del número 23 de la calle Santiago de Chile, núcleo indiscutible de la vida universitaria a finales de los ochenta.

Para que os acompañe durante la lectura de este largo post os recomiendo la que para mi es la banda sonora de toda aquella época, La Misa de Coronación de Mozart  K317.



El ensanche compostelano y en particular la calle Santiago de Chile era una zona colonizada por estudiantes, sirva decir que en todo nuestro edificio, con ocho plantas y cuatro pisos por planta, sólo residían 3 familias. Para nuestra desgracia, una de ellas en el 5º A, justo debajo de nuestro apartamento.

En este piso residíamos de modo habitual 5 personas pero contábamos con una población flotante de casi otras cinco. Esto suponía que cualquier noche del año podían estar durmiendo en casa, o haciendo lo que les pareciese, sobre una ocho personas y algún que otro animal de dos y cuatro patas.

En esta situación es difícil no caer en la tentación, aunque tenga uno el firme propósito de dedicar cierto tiempo al estudio. Debo señalar que no me puede acusar por caer ya que Satán tentó a Jesús tres veces y no cayó y yo las tres tentaciones también las aguantaba a la perfección, el problema era cuando estas llegaban a cinco.

Uno está tranquilamente leyendo los apuntes en su habitación, habiendo logrado aislarse del ruido de fiesta que llega del salón, donde las risas acompañan el final de cada uno de los chistes que cuentan los residentes y las visitas. Pero, cuando crees que ya lo has logrado, aparece por tu puerta la primera persona proponiéndote un plan para ese momento que a todas luces mejorará tu bienestar.

A este primero eres capaz de negarte, como el segundo y al tercero, pero cuando ya abre la puerta la quinta persona… te derrumbas irremediablemente y cedes a la tentación. Cierras la carpeta con los apuntes, te pones unos zapatos adecuado, tomas la cazadora y sales a explorar que nuevas actividades y territorios pueden ser descubiertos en la ciudad.

No se muy bien el motivo, pero durante un tiempo nuestra casa se convirtió en Territorio Comanche.  Cuando estabas fuera, el resto de los compañeros y algunos amigos, se dedicaban a llenar el piso de trampas de agua, con el propósito de que el que no estaba acabase completamente empapado.

Supongo que el origen está en aquella tradición compostelana del “agua va” con la que nos divertíamos empapando a los que pasaban por la acera.

En nuestro caso era relativamente sencillo lograr “dianas” ya que el edificio carecía de cornisa donde resguardarse una vez que escuchabas la fatídica frase. Sólo te quedaba echarte a correr. Pero en la mayor parte de los casos esto no te libraba de acabar empapado ya que habíamos perfeccionado la técnica y arrojábamos agua desde la primera ventada del piso y desde la última al mismo tiempo.

Así que el primer año había pasado entre “agua va”, caceroladas, excursiones por Santiago y alrededores, cenas en casas de amigo y en la mía propia, cafés, muchos cafés, tartas, conciertos, patines, cine, salidas hasta el amanecer, acumulando basura en el balcón (llegamos a tener 40 bolsas y un ya identificado síndrome de Diógenes), fotos y una permanente búsqueda del amor verdadero que no llegó.

En un plano más positivo, aquel año también sirvió para que, con ayuda de una buena amiga (Estela), me adentrase en el gusto por la lectura y la música clásica.

De la primera recuerdo “Bajo las ruedas” de Hermann Hesse y de la segunda, la música que os propuse al principio de este post.



Por todo ello creo que el resultado en el mes de junio no fue del todo malo. Claro, esto visto toda las experiencias vitales que había acumulado, pero de las que era mejor que mis progenitores tuviesen poco o ningún conocimiento.

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