Parte de la culpa de lo que sucedió en mi primer curso en la
universidad la tuvo el lugar donde residía y el número de compañeros con los
que habitaba.
Vivía por aquella en un piso de cuatro habitaciones situado
en la sexta planta del número 23 de la calle Santiago de Chile, núcleo indiscutible
de la vida universitaria a finales de los ochenta.
Para que os acompañe durante la lectura de este largo post os recomiendo la que para mi es la banda sonora de toda aquella época, La Misa de Coronación de Mozart K317.
El ensanche compostelano y en particular la calle Santiago de Chile era una zona colonizada por estudiantes, sirva decir
que en todo nuestro edificio, con ocho plantas y cuatro pisos por planta, sólo
residían 3 familias. Para nuestra desgracia, una de ellas en el 5º A, justo
debajo de nuestro apartamento.
En este piso residíamos de modo habitual 5 personas pero
contábamos con una población flotante de casi otras cinco. Esto suponía que
cualquier noche del año podían estar durmiendo en casa, o haciendo lo que les
pareciese, sobre una ocho personas y algún que otro animal de dos y cuatro
patas.
En esta situación es difícil no caer en la tentación, aunque
tenga uno el firme propósito de dedicar cierto tiempo al estudio. Debo señalar
que no me puede acusar por caer ya que Satán tentó a Jesús tres veces y no cayó y yo las tres tentaciones también las aguantaba a la
perfección, el problema era cuando estas llegaban a cinco.
Uno está tranquilamente leyendo los apuntes en su
habitación, habiendo logrado aislarse del ruido de fiesta que llega del salón,
donde las risas acompañan el final de cada uno de los chistes que cuentan los
residentes y las visitas. Pero, cuando crees que ya lo has logrado, aparece por
tu puerta la primera persona proponiéndote un plan para ese momento que a todas
luces mejorará tu bienestar.
A este primero eres capaz de negarte, como el segundo y al
tercero, pero cuando ya abre la puerta la quinta persona… te derrumbas
irremediablemente y cedes a la tentación. Cierras la carpeta con los apuntes,
te pones unos zapatos adecuado, tomas la cazadora y sales a explorar que nuevas
actividades y territorios pueden ser descubiertos en la ciudad.
No se muy bien el motivo, pero durante un tiempo nuestra
casa se convirtió en Territorio Comanche.
Cuando estabas fuera, el resto de los compañeros y algunos amigos, se
dedicaban a llenar el piso de trampas de agua, con el propósito de que el que
no estaba acabase completamente empapado.
Supongo que el origen está en aquella tradición compostelana
del “agua va” con la que nos divertíamos empapando a los que pasaban por la
acera.
En nuestro caso era relativamente sencillo lograr “dianas”
ya que el edificio carecía de cornisa donde resguardarse una vez que escuchabas
la fatídica frase. Sólo te quedaba echarte a correr. Pero en la mayor parte de
los casos esto no te libraba de acabar empapado ya que habíamos perfeccionado
la técnica y arrojábamos agua desde la primera ventada del piso y desde la
última al mismo tiempo.
Así que el primer año había pasado entre “agua va”,
caceroladas, excursiones por Santiago y alrededores, cenas en casas de amigo y
en la mía propia, cafés, muchos cafés, tartas, conciertos, patines, cine,
salidas hasta el amanecer, acumulando basura en el balcón (llegamos a tener 40
bolsas y un ya identificado síndrome de Diógenes), fotos y una permanente
búsqueda del amor verdadero que no llegó.
En un plano más positivo, aquel año también sirvió para que,
con ayuda de una buena amiga (Estela), me adentrase en el gusto por la lectura
y la música clásica.
De la primera recuerdo “Bajo las ruedas” de Hermann Hesse y
de la segunda, la música que os propuse al principio de este post.
Por todo ello creo que el resultado en el mes de junio no
fue del todo malo. Claro, esto visto toda las experiencias vitales que había
acumulado, pero de las que era mejor que mis progenitores tuviesen poco o
ningún conocimiento.
VIctor, te faltan las sesiones de canciones y guitarra, y alguna que otra gaita. Mercedes
ResponderEliminarSen dúbida, pero un ten que resumir ;)
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